Thursday, March 13, 2008

los siete pecados


"... Soberbia... Envidia... Gula... Avaricia... Pereza... Ira... Lujuria... Tales son los siete pecados capitales que en su olvidado Catecismo enumeró el buen Padre Ripalda. (Puse primero a la soberbia porque de ella nacen todos los demás pecados. Y al final puse a la pobrecita lujuria porque es culpa tan efímera y tan frágil que con los años se termina. Para matar a los otros pecados debe uno combatir contra ellos, pero la lujuria muere de muerte natural. Y sin embargo, pese a ser una culpa tan humilde como ese borriquito que nuestro cuerpo es, la lujuria es la falta más temida y condenada por los clérigos, pues en ella va envuelta la mujer, a quien algunas religiones ven con ojos de sospecha y de temor, y por tanto la marginan todavía y la ponen por abajo del varón). Pues bien: a los pecados que el P. Ripalda mencionaba la Iglesia añade ahora algunos más, entre elllos la acumulación de riqueza. Ciertamente el dinero ha sido visto siempre con recelo por la religión católica. La frase aquella del camello y el ojo de la aguja puso en los ricos un estigma o sambenito: se les juzga de salvación difícil y de fácil acceso a los infiernos. Eso no obsta, claro, para que algunos obispos coqueteen de día con los pobres y de noche se acuesten con los ricos; pero en lo general se sigue considerando que el dinero es el estiércol del diablo, y se condena la riqueza en sí. Muy diferente es la actitud asumida por el protestantismo. Ahí la riqueza no es cosa del diablo, sino de Dios. En países de tradición católica -México, entre ellos- ser rico es una culpa, y ser pobre es un mérito que lleva al Cielo. En las naciones de raíz luterana o calvinista la riqueza es el premio que el Señor concede a quien trabaja, y la pobreza es motivo de vergüenza para la comunidad. Es justo, entonces, condenar a la avaricia, insana acumulación de riqueza por la riqueza misma -la clásica imagen del avaro contando sus monedas a la luz de una vela en un zaquizamí-; pero esa execración no debe incluir a la riqueza cuando ésta es fruto del trabajo y el talento honrados, y cuando sirve para que otros puedan trabajar también y allegarse los bienes necesarios para una vida digna, y se aplica a obras de beneficio a los demás. La exaltación de la pobreza interior -“Bienaventurados los pobres de espíritu”- es cosa buena; pero proponer la pobreza en sí como virtud que conduce a la salvación eterna, y en ese contexto ver a lo ricos como réprobos, es algo que propicia el atraso de los pueblos, ese atraso, precisamente, en que vive -o sobrevive- el pueblo mexicano. En fin"

caton